jueves, 30 de abril de 2015

1852. Doña Juana de Vega y Martínez. De la visita de los duques de Montpensier a la epidemia de cólera.

Los salones de la casa de Doña Juana de Vega en la calle Real 56, tuvieron durante el mes de julio de aquel año de 1852 una frenética actividad. Eran por derecho propio un lugar emblemático de las reuniones de carácter liberal de conocidos y distinguidos coruñeses.

Juana de Vega y Martínez había nacido en la Coruña, el día siete de marzo de 1805 en el seno de una familia muy acomodada, de principios liberales que cultivaba las letras, artes y humanidades.

El día de Navidad de 1821 cuando Juana contaba tan sólo dieciséis años, se casa por poderes en su domicilio de la calle Real, con el gran patriota, destacado participe en la guerra de la Independencia contra los ejércitos del despótico Napoleón Bonaparte, el navarro Francisco Espoz e Ilundain más conocido como Espoz y Mina que alcanzaría por méritos de guerra el grado de mariscal de campo de los ejércitos españoles. Aquel matrimonio se llevó a cabo con inusitada celeridad debido a que el general Espoz y Mina había sido relevado de su mando al frente de la capitanía general de Galicia y obligado a salir con premura de la ciudad coruñesa con destino a León. En León el matrimonio vivirá feliz por espacio de seis meses hasta que Espoz es nombrado Capitán General de Cataluña. Él matrimonio se trasladará a Barcelona pero la joven Juana regresará de inmediato a La Coruña para reponerse de una grave enfermedad.

La llegada en abril de 1823 de los cien mil hijos de San Luis al mando de Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema, para restaurar el absolutismo del rey felón Fernando VII, obligan al general Espoz a tomar el camino del exilio, -después de enfrentarse sin éxito en Cataluña a los mercenarios franceses-, al considerar que el rey había incumplido de forma indigna y traidora su compromiso con los compatriotas liberales que habían repuesto en 1820 con la sublevación de Rafael del Riego en la localidad sevillana de Cabezas de San Juan, la constitución de Cádiz de 1812, dando paso así al llamado trienio liberal. El rey Fernando VII a pesar de acatar la carta magna nunca aceptó de buen grado el régimen constitucional y ya en julio de 1822 aprovechó la sublevación de su Guardia Real para dar un golpe de estado absolutista que fue neutralizado por la Milicia Nacional dando paso al gobierno exaltado del general Evaristo Fernández de San Miguel. Un año después y gracias al apoyo de la Santa Alianza, Fernando VII logrará sus propósitos absolutistas. Los franceses del duque de Angulema ocuparon Madrid y persiguieron a los liberales hasta Cádiz, ciudad en la que se refugiaron manteniendo al rey Fernando VII como rehén. La tacita de plata fue asediada y bombardeada de forma violenta. Sin embargo la ciudad no cayó en primera instancia en manos de los franceses. Se llegó a un acuerdo entre las partes; el rey Fernando abandonaría la ciudad a cambio de prometerles a todos los españoles que repondría de nuevo la constitución liberal de 1812. Una vez hecha la promesa, Cádiz se rendiría. Libre de ataduras, ya fuera de Cádiz, el rey quebrantó la palabra dada y se unió a los franceses que al final tomaron la bella ciudad andaluza a sangre y fuego, con trágicas consecuencias, siendo ejecutadas más de 20.000 personas.

Por espacio de once años el general Espoz y Mina, -al que se unirá su esposa Juana en 1824-, vivirá en Inglaterra un penoso exilio que se agravará con la enfermedad que le aqueja. La invalidez hará mella en el bravo soldado navarro que tiene que usar muletas para caminar. Una importante crisis económica hace que Juana tenga la necesidad de empeñar sus joyas para subsistir.

En 1834 el matrimonio se adhiere a la amnistía decretada por el gobierno de la Reina Regente María Cristina, que preside Francisco Martínez de la Rosa y regresa a España. Mina es nombrado jefe del Ejército del norte que opera en la primera guerra carlista. Un año más tarde vuelve a ocupar la capitanía general de Cataluña. En la Nochebuena de 1836 el general Espoz y Mina fallece en la ciudad condal. El gobierno de la Nación otorgará a Juana el título de Condesa de Espoz y Mina.

La joven viuda,-cuenta treinta años de edad- , cae en una dolorosa e inconsolable depresión. Profundamente enamorada y decidida a no separarse jamás de su querido esposo, en una romántica decisión, y ante las dificultades puestas por el cabildo navarro para enterrar a Mina en la Catedral pamplonesa, como era su última voluntad, Juana se trae en abril de 1837 desde Barcelona a La Coruña el cadáver embalsamado de Espoz y Mina. Solicita una dispensa de Su Santidad el Papa Gregorio XVI, así cómo una licencia de las autoridades civiles coruñesas y consigue llevarse en 1838 desde el cementerio de San Amaro a su casa, el féretro del famoso guerrillero. Allí monta un pequeño oratorio y en la habitación contigua a la suya, el esposo muerto permanecerá por espacio de catorce años hasta que en 1852 Espoz será enterrado en el claustro de la Catedral Navarra. Juana de Vega reacia a desprenderse de su queridísimo marido, conservará en su casa de la calle Real, hasta su muerte, el corazón de su amado el gran militar dentro de un tarro de vidrio en una caja realizada en madera noble El gran escritor coruñés, Carlos Martínez Barbeito, en una trabajo sobre Juana de Vega publicado en la revista del instituto de estudios coruñeses, José Cornide, acertadamente significa a cerca de este suceso: “Juana de Vega fue envejeciendo a la par que se corrompía y se volvía ceniza, polvo, nada, el cuerpo que tanto había amado”. 

En 1840 la reina la reina María Cristina de Borbón deja España a bordo del vapor Mercurio y se exilia a Francia Un año más tarde con la llegada al poder 1841 como regente del general Baldomero Espartero y al dimitir de su cargo la marquesa de Santa Cruz, acusada de ser una agente entre la exiliada reina que ya vive en París y su hija Isabel II, el general solicita los servicios de Juana y nombra a la condesa coruñesa Camarera Mayor de Palacio. Juana se convertirá así en la mayor confidente y amiga de la joven reina Isabel II y de su hermana María Luisa Fernanda. Igualmente Juana mantendrá perfectamente informado al gobierno de Espartero de todas las conspiraciones que contra su gobierno preparaba la esposa de Fernando VII desde la capital de la luz.

En la noche del siete de octubre de ese mismo año, los generales Diego de León y Manuel de la Concha, entre otros, respaldados y dirigidos por la depuesta reina regente María Cristina y sus partidarios, se rebelan contra Espartero, -el general victorioso de la guerra carlista-, e intentan apoderarse por las bravas de la joven Isabel II y de su hermana, con la intención de llevárselas a Vascongadas. Alegarán que la adolescente reina y la infanta estaban secuestradas en palacio por orden del gobierno de Espartero. En aquella jornada Juana de Vega tendrá un extraordinario comportamiento logrando que las reales niñas no sufran ningún tipo de daño. El decidido comportamiento de los alabarderos de palacio al mando del coronel Domingo Dulce y la guarnición de Madrid reducirá la sublevación de los generales que le costará la vida a Diego de León, a Montes de Oca, el exilio al general Concha y a otros altos mandos militares entre los que se encuentran los generales Narváez y O´Donnell.

En 1843 llega al poder el general Ramón María de Narváez, después de derrotar en Torrejón de Ardoz a las tropas de Espartero al mando del general Seoane. Un año más tarde cuando la reina Isabel alcanza la mayoría de edad y nombra precisamente a Narváez presidente del gobierno, Juana de Vega regresa a La Coruña. En la ciudad herculina, se enfrasca en la tarea de editar las memorias de su esposo el general Espoz y Mina y de publicar varias obras literarias.

Regresando a aquel julio de 1852, la casa de Doña Juana fue el centro de los preparativos de la visita a la ciudad de Luisa Fernanda de Borbón hermana de la Reina Isabel II y su esposo Antonio de Orleáns, Duques de Montpensier. Durante días, notables coruñeses trabajarán incansablemente para atender una petición cursada por el alcalde Juan Florez, en la que recababa de los ciudadanos, a través de un bando, su colaboración para “ceder muebles, alfombras, cuadros, espejos, jarrones, arañas, ropas de mesa y cama, cortinajes y numerosos utensilios para amueblar como las altas personalidades merecen”, el palacio de Capitanía, cedido gentilmente por el capitán general Joaquín Bayona y donde quedarán alojados. Juana de Vega pondrá a disposición para tal fin, vajilla inglesa, cubiertos, bandejas, azafates de plata, dos candelabros, cepillo de mesa, un reloj, espejos, varios cuadros entre los que destaca uno de la Virgen de los Dolores y un crucifijo de nácar. La tertulia la Confianza y el círculo de Artesanos cederán varios de sus muebles. Igualmente las Iglesias de San Jorge, San Nicolás y Santiago, el convento de las Clarisas, la Colegiata de Santa María del Campo, la junta de comercio coruñesa, el alcalde Juan Florez, el gobernador civil Hermida así como los particulares Bruno Herce, Braña, Villamil, Ebrat, Atocha, Bescansa, Agar, Modesta Goicouría, Carmen Flores y Loriga completaron con sus aportaciones una extensa relación de necesidades para hacer lo más confortable posible la corta estancia de los duques que venían acompañados por sus hijas, las niñas María Isabel y María Amelia Luisa, de cuatro y un año de edad respectivamente, una dama de compañía, una teniente de aya, el gentilhombre Guillamas, un médico, dos secretarios, seis criados y cinco doncellas.

Igualmente a través de un bando, el alcalde Juan Florez solicitó que las ventanas y balcones se adornasen con banderas nacionales, colgaduras e iluminación especial al igual que los edificios más emblemáticos.

La llegada de los duques se produjo a las cuatro de la tarde del 21 de julio. El repique de campanas de todas las Iglesias de la ciudad y el incesante lanzamiento de bombas de palenque anunció a los cuatro vientos que los infantes estaban entrando en La Coruña. El vapor Isabel II en el que venían embarcados los ilustres visitantes echaba el ancla en medio de la bahía. Más de doce mil coruñeses abarrotaban en esos instantes la fachada marítima desde el Parrote a Santa Lucía. Todos los navíos surtos en el puerto estaban adornados y empavesados con gallardetes y banderas. La llegada a los muelles de Don Antonio y Luisa Fernanda fue saludada con grandes aclamaciones y aplausos. La infanta vestía un traje oscuro con velo negro y su esposo frac con la banda de la orden de Carlos III. Una vez que el capitán general, Joaquín Bayona en unión del gobernador civil señor Hermida les dieron la bienvenida y las tropas rindieron honores de ordenanza, la pareja junto a sus dos hijitas y un ama, subieron a una carretela propiedad de Modesta Goicouría, viuda de Menéndez, iniciándose así la entrada oficial en nuestra ciudad. Abrían la marcha batidores de caballería y guardia municipal. Comparsas de marineros y labradores. Un coro de niños y la banda de música de la Beneficencia. Banderas y escudos de los ayuntamientos de la provincia. Una niña ataviada con el uniforme de un soldado portaba la enseña Nacional. A continuación diversas autoridades militares. La carretela donde iban los duques iba escoltada por el capitán general Bayona, el coronel jefe del regimiento de Infantería así como por cazadores, guardia civil y carabineros. Cerraban la comitiva cinco carruajes donde iban las autoridades, corporación municipal con su alcalde Juan Florez y la servidumbre de los duques.

A su llegada a palacio el capitán general cumplimentó de nuevo a los duques. De igual forma el alcalde Florez les dio la bienvenida en nombre de la ciudad, lo que agradeció con sentidas palabras el infante Don Antonio. Una vez terminados los parlamentos los duques acompañados por el capitán general, gobernador civil y alcalde, se asomaron al balcón para presenciar el desfile de las tropas y los bailes de diversos grupos folclóricos.

A las nueve y media de la noche en un salón del trono adornado con un dosel con corona bajo el que se colocó un retrato de la augusta reina Isabel II, Luisa Fernanda y Antonio recibieron allí a autoridades civiles, militares, eclesiásticas y a lo más granado de la sociedad coruñesa entre la que sobresalía la condesa de Espoz y Mina, Doña Juana de Vega. A continuación del besamanos se sirvió una cena. Mientras en la plaza la música militar animó con sus sones a la ciudadanía hasta bien entrada la noche.

Al día siguiente los duques hicieron frente a un amplio programa de actos que se inició con la visita del infante al cuartel de artillería. De seguido la pareja escuchó un Te Deum en la Colegiata de Santa María para posteriormente desplazarse hasta el hospital. Allí la junta de Señoras y el alcalde explicaron a los infantes los pormenores de la institución deteniéndose de forma muy especial en el hospicio donde fueron recibidos por todos los acogidos que los cumplimentaron con muestras de indudable respeto y cariño. Una vez finalizada la visita los duques recorrieron la ciudad y se allegaron hasta la torre de Hércules mezclándose con el pueblo sin ningún tipo de protocolo.

A partir de la seis y media de la tarde se celebró en el palacio de Capitanía una muy exclusiva cena titulada como “la mesa de estado” a la que estaban convocadas las primeras autoridades de la ciudad con la presencia de una única mujer, Juana de Vega, invitada ex profeso por la Infanta Luisa Fernanda. La música de la velada corrió a cargo de la banda del regimiento de Infantería Toledo cuyo director el músico mayor Fullol dedicó a la Infanta una danza.

Doña Juana de Vega coordinó todo el protocolo de la mesa de estado. Los infantes situados en el centro y a su derecha e izquierda los invitados de mayor rango que tendrían para su servicio un criado por comensal. Los demás invitados hasta completar la treintena tendrían a su servicio un criado por cada dos personas. La servidumbre estaba uniformada con corbata, chaleco y guantes blancos. Para la cena se utilizó una vajilla propiedad de Modesta Goicouría. En la mesa se colocaron cinco copas de vino, una de agua y cubertería de plata. La cena servida por la casa Pelletier y que costó ocho mil reales de vellón, constó de sopa, entremeses calientes, pasta, pescado y carne y estuvo regada con Jerez, vinos tinto y blanco de Burdeos, del Rhin, Moscatel y Champagne. No faltaron a los postres frutas como fresas y piña, compotas, gelatinas, dulces, bizcochos, pasas, almendras y quesos de gruyere y San Simón.

Al día siguiente en el teatro principal, los Infantes fueron obsequiados con una función en su honor. A las nueve de la noche a los acordes del Himno Nacional los duques de Montpensier hicieron su entrada en el teatro que estaba lleno a rebosar y ofrecía un magnífico aspecto con una extraordinaria iluminación. El capitán general envió a veinte artilleros para la guardia personal de los infantes. Toda la sociedad coruñesa se dio cita en aquella velada. Autoridades militares, civiles, eclesiásticas, presidentes y directivos de entidades y conocidos particulares. La función se dividió en dos partes. Una primera con la representación de la obra “La banda del Capitán” donde participaba como actor, entre otros, el conocido y respetado coruñés Fernando Macias, un personaje muy popular en aquella Coruña de entonces que había participado en la revolución liberal del coronel Miguel Solís en 1846. En la segunda actuaría un niño prodigio protegido de Doña Juana de Vega y que tenía por nombre Pablito Sarasate. El niño que andado el tiempo se convertiría en un grandioso concertista, contaba ocho años de edad. Su interpretación de la fantasía de la ópera Due Foscari para violín, recibió innumerables aplausos, siendo obsequiado por los Infantes con una onza de oro. Actuaron también las bandas de música de Infantería y Artillería, la sección de literatura del Liceo Artístico y Literario y las señoritas Orcasitas, Llaseras y Ana Pontes que cantó el aria de la ópera María de Rohan. Como curiosidad apuntar que el piano que se utilizó para la función era propiedad de Marcial del Adalid que lo cedió gentilmente para la ocasión.

En el descanso de las actuaciones, el alcalde Juan Florez y la corporación obsequiaron a los Infantes con un buffet y aprovecharon el momento para regalarles la historia de La Coruña de José Vedía, magníficamente encuadernada en piel por la imprenta Puga. La gala finalizó a las once de la noche y los Infantes fueron despedidos con grandes aplausos.

A la mañana siguiente 23 de julio, los duques abandonaron La Coruña con dirección a Santiago de Compostela. 

Antonio de Orleans y Luisa Fernanda de Borbón agradecieron al alcalde el gran recibimiento y los numerosos agasajos que le había dispensado la ciudad. Tuvieron a bien regalar al primer regidor coruñés una sortija con el escudo de armas de los duques. Igualmente regalaron a Juana de Vega un rico brazalete de brillantes. También donaron tres mil reales para repartir a partes iguales entre el hospicio, la inclusa y el hospital de caridad. 500 reales para los conventos de Santa Bárbara y Capuchinas. 200 reales para la servidumbre que les atendió y 320 reales para todas las comparsas que habían actuado en su honor.

La Coruña se volcó en la despedida llenando calles, engalanando balcones y ventanas y agitando constantemente banderas Nacionales, sombreros y pañuelos. Una marea humana acompañó a la comitiva hasta la puerta de la Torre de arriba donde los Infantes dieron su adiós a la ciudad. Allí el Duque de Montpensier nuevamente testimonió afectuosamente las gracias al Gobernador Militar por el magnifico comportamiento de la guarnición y al alcalde Juan Florez para que se las trasladase al vecindario por su cariño y amabilidad.

En la terrible epidemia de cólera que dos años más tarde asoló de forma brutal a La Coruña, la condesa de Espoz y Mina tuvo también una destacada actuación en favor y ayuda de las víctimas. El brote de la enfermedad se inició en el barrio de Vioño. Un tripulante de un barco que procedía del puerto de Vigo y se hallaba en observación por parte de las autoridades sanitarias que ya habían detectado tres casos en el lazareto de la ciudad olívica en agosto de ese año de 1854, burló la vigilancia y se mezcló con las gentes de la ciudad. Se dirigió a su casa situada en el barrio de Vioño e infectó allí a unas cuantas personas, entre ellas a varias lavanderas que se movían por toda La Coruña llevando y entregando las prendas recién lavadas. El cólera se propagó por la ciudad a velocidad de vértigo. En una ciudad en la que estaban censadas veinte mil personas fallecieron al menos seis mil. Durante dos meses el terror se posesionó de La Coruña siendo el mes de octubre el más siniestro. La oleada de mal no hizo distingos de clases y azotó por igual a mendigos que adinerados ciudadanos. El hambre y la enfermedad hicieron acto de presencia. Las fábricas, el puerto, las escuelas se cerraron a cal y canto mientras duró la epidemia. Los masivos entierros se realizaban al anochecer. Grandes fosas comunes fueron cavadas para dar cobijo a tanto cadáver. Las campanas por orden gubernativa dejaron de tocar a muerto ante el pavoroso miedo de los ciudadanos. Cientos de ellos huyeron de la ciudad. El alcalde Montero Telinge y el ex alcalde Juan Florez, solicitaron entonces a Juana de Vega que era presidenta de la asociación de señoras de La Coruña, entidad benéfica destinada a prestar auxilio a pobres, presos y desvalidos, que se hiciese cargo también de la dirección del hospital que de forma provisional se habilitó en la ciudad y del nuevo hospicio. En ambos lugares doña Juana demostró un espíritu de solidaridad, cariño y amor al prójimo fuera de lo común. Tanto atendía a los enfermos sin temor al contagio como solicitaba donativos para la ayuda de innumerables personas. Puso parte de su fortuna personal en favor de los damnificados. Buscó mantas, sabanas, jergones y camas. Incluso solicitó el concurso de varios médicos amigos personales que vivían en otros lugares de la geografía patria para intentar atajar la enfermedad. Desgraciadamente la medicina todavía desconocía el remedio para tan tremenda plaga. Tendrían que pasar veintinueve años para que Koch descubriese el bacilo que provoca el cólera.

Por su extraordinario sacrificio con el pueblo de La Coruña, la ciudad solicitó clamorosamente para tan benefactora dama una recompensa a tan excepcional comportamiento. En noviembre de ese año el general Espartero le ofrece el título de duquesa de la caridad con grandeza de España al que Juana renunciará alegando no poder admitir tan honrosa distinción pues tan sólo deseaba ostentar el de duquesa de Espoz y Mina, en honor a su recordado y amado marido. Dos años después la reina Isabel nombró a Juana vice protectora de todos los establecimientos de beneficencia de La Coruña. Juana de Vega querida, respetada y admirada por sus convecinos siempre hizo gala de un gran cariño y una enorme humildad, consagrando su vida a los más desfavorecidos. Doña Juana falleció el 22 de junio de 1872 en su casa de la calle Real. Su traslado para ser enterrada en un modesto nicho en el cementerio de San Amaro, constituyó una sentida y enorme manifestación de duelo. Un mes después el vapor mercante Vasco Núñez de Balboa se llevaba con todos los honores de La Coruña a Navarra, el corazón del Capitán General Espoz y Mina para unirse a sus otros restos que reposan en la catedral pamplonica. Con ello se ponía fin a una apasionada historia de amor.

Calin Fernández Barallobre.



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